miércoles, 10 de agosto de 2011

Nada como estar en casa

Nada como estar en casa
Arrastraba los pies por la tierra, levantando el polvo del camino. Sólo quedaban 12 kilómetros para llegar a casa, apenas veinte minutos en coche. Pero el coche había quedado atrás, en la carretera, con el tanque seco. Le jodía perderlo por aquellos cadáveres apestosos pero, al menos, no se lo había quedado la zorra de Sara.
Debía ser lo único que no se había quedado. Ella y la bollera de su abogada. La casa, el sueldo y la niña. Si le hubieran dejado escoger, habría elegido antes a los zombis de la gasolinera, eran menos voraces. Si, los mismos que se habían llevado a Helena a rastras cuando pararon a repostar.
No había tenido más remedio que arrancar y dejarla allí, gritando mientras ellos le arrancaban pedazos de carne a mordiscos. Se le revolvían las tripas de pensarlo aunque, en el fondo, estaba mejor sin ella. Helena era una histérica, buena para nada y que lloraba por cualquier cosa. Incluso antes de que pasara todo.
Maldita estúpida, si hubiera hecho lo que le dijo aún tendría el coche. Pero no, en lugar de diesel, como le había repetido una y otra vez, había cogido la manguera de super. Es perfectamente normal que le gritase, la muy inútil. ¿Y qué hace? Se pone a llorar, sorbiendo los mocos como una asquerosa.
Así es normal que no los viera venir, los cabrones eran lentos, pero bastante sigilosos. Les delataba el olor, olor a sangre y podrido, como el de la basura orgánica cuando se la deja al sol. Y vaya si hacía sol. Tenía la camisa y los pantalones empapados de sudor, pegados al cuerpo. No había nada que desease más que llegar a casa y darse una buena ducha.
Se dejó caer bajo la miserable sombra de un pino torcido. No es que se alegrase de lo de Helena, pero era una carga. Si estuviera ahora con él, seguro que estaría quejándose. Que si estoy cansada, que si hace calor, que si tengo miedo... Y otra vez volvería con lo de que porqué no se habían quedado en casa, como decían en la tele. Zorra estúpida, no entendía nada. Nunca entendía nada. Sara se había quedado con su casa. Su casa.
El olor les precedió, carne podrida y gasolina. Maldijo, no tendría que haberse parado. Los hijos de la gran puta eran lentos, pero no necesitaban descansar. Les vio a lo lejos, con lo que quedaba de Helena delante. Al final las lorzas le habían servido para algo, puta gorda. Parecía que con cada paso acabaría en el cuelo pero, de algún modo, siempre recuperaba el equilibrio en el último momento.
Echó a correr con la esperanza de dejarlos atrás. Le faltaba el aliento y el recuerdo de Sara, con su voz irritante diciendo que debería ir al gimnasio le vino a la mente. La muy puta, como si no supiera lo que de verdad hacía en el gimnasio. Con cuarenta, ¿quién se creía tanto fitness, spining y su puta madre? Zorra.
Aflojó el paso cuando perdió de vista la figura tambaleante de Helena y al resto de cadáveres putrefactos. Esta vez no cometió el error de pararse. Sólo eran 8 kilómetros más y la perspectiva de aclarar las cosas con la puta de Sara le daba fuerzas. Esta vez sin los cabrones de los polis ni su abogada bollera.
Ya podía ver la carretera y los primeros chalets de la urbanización a lo lejos. Eso le hizo acelerar el paso, impaciente, anticipando la reacción de Sara cuando le viera allí. Se creía a salvo con el chulo que se había echado, pero iban a llevarse una sorpresa. De forma refleja se palpó el bolsillo del pantalón para comprobar que el bulto metálico seguía allí. Una buena sorpresa.
En la carretera, delante, habían chocado varios coches. Era difícil decir si de forma intencionada. Distinguió las ya familiares siluetas de los zombis caminando con paso inseguro, agónico y arrastrándose hacia él. Tendría que dar un rodeo, evitar las rutas principales.
Por suerte no era la primera vez. Conocía bien las mejores formas de llegar hasta su casa sin ser visto y dudaba mucho que los zombis fueran más difíciles de engañar que la policía.
Pese a todo, aquel breve retraso había sido suficiente para que el gordo cadáver de Helena recuperase su rastro. En eso la muerte no la había cambiado, siempre pegada a su culo, sin dejarle respirar. De un modo u otro, todas eran sanguijuelas que le chuparían hasta el tuétano. Sara con el piso y la pensión. Helena, que tenía piso propio y trabajo, con su constante inseguridad y necesidad de atención. Ninguna de ellas era nada sin él.
Llegó hasta el aparcamiento del supermercado. Podía reconocer más siluetas de zombis entre los coches y los carritos de la compra abandonados, pero estaba seguro de que no le alcanzarían. Estaba cansado, pero ya no quedaba mucho, sólo unas cuantas manzanas atravesando el parque y el patio del vecino. Con un poco de suerte el puto chucho que tenía estaría tan muerto como Helena. Bueno, del todo muerto.
Miro hacia atrás para ver si Helena aún le seguía. No conseguía quitársela de encima y no entendía cómo había sido capaz de seguirle desde tan lejos. Gorda de mierda. Y cada vez había más de ellos, como si pudieran olerle con la misma facilidad que él notaba el suyo.
Casi se chocó con uno de ellos. El muy hijo de la gran puta estaba escondido bajo un coche y se arrastraba hacia él. Empujó un carrito de la compra hacia él para obstaculizarle e hizo un corto sprint hasta volver a quedarse sin aliento. Esta prácticamente fuera del parking y, aunque los zombis le seguían, no vio ninguno en la calle por la que se llegaba a la parte trasera de los chalets. Y era una suerte, porque era una calle algo estrecha, sin margen de maniobra para esquivarles.
Al límite de sus fuerzas, medio corrió medio caminó lo que quedaba de camino hasta el chalet del vecino. Los zombis estaban prácticamente encima suyo, así que entró a toda velocidad y cerró la puerta a sus espaldas. El perro del vecino estaba efectivamente muerto y se lo estaba comiendo lo que había sido su vecino. El olor y la sangre le dieron arcadas que a duras penas consiguió contener.
Había empezado a caminar hacia el otro lado del patio, esperando que el zombi que había sido su vecino no se diera cuenta de su presencia. Nunca le había caído bien, el muy cabrón había llamado a la policía varias veces. Hipócrita de mierda, el único motivo por el que lo hacía era porque su mujer le tenía cogido por los huevos.
Cuando estaba a la mitad, los zombis que le habían seguido empezaron a golpear al otro lado de la puerta. El calzonazos de su vecino levantó la cabeza. Le habían arrancado la mitad de la cara de un mordisco y su aspecto era grotesco, pero no se detuvo a estudiarlo. Corrió hacia la valla.
La harpía de la vecina dobló la esquina, otro cadáver maloliente cortándole el camino. Habría podido girar e intentar saltar a otro de los chalets, pero entonces no llegaría a casa. No, tenía que pasar por encima de ella. Por encima de todas las zorras que intentaban arrebatarle lo que le pertenecía.
Empujó el cadáver con todas sus fuerzas tirándolo al suelo y luego se colgó de la valla, intentando trepar lo más rápido que podía, pero el sudor hacía que sus manos resbalasen y estaba demasiado cansado. Había pasado una de las piernas por encima del borde cuando el calzonazos le agarró de la pierna y mordió.
Tuvo que darle varias patadas para que el cabrón le soltase. Después de la última el cráneo crujió y el cadáver dejó de moverse. Pero había conseguido arrancarle un pedazo de carne, aquel media mierda que en vida era incapaz de comerse un jodido filete. Maldito cabrón hijo de puta.
Saltó al otro lado del jardín, lo último que le faltaba era que la harpía de la vecina le mordiese también. Sus piernas le fallaron al caer y terminó en el suelo. La pierna que habían mordido tenía mala pinta, como si se estuviera gangrenando, pero sangraba mucho menos de lo que habría esperado.
Se levantó sobre la pierna buena. No podía apoyar bien el peso y caminaba cojeando. No importaba, ya casi había llegado. Llegó hasta la puerta de su casa. Palpó de nuevo su bolsillo, la pistola seguía allí, eso era lo que importaba.
Llegó a duras penas hasta la puerta y subió los escalones con ayuda de la barandilla. No se molestó en llamar, tenía la llave. Pero cuando fue a probarla, vio que la zorra de Sara había cambiado las cerraduras. Golpeó la puerta con rabia, se lo iba a pagar, claro que la haría pagar.
No importaba, podía entrar por la ventana de la cocina. Dio la vuelta cojeando con dificultad. Al hacerlo, vio que Helena y los otros zombis estaban rodeando los chalets, buscando una forma de llegar hasta él. Hiciera lo que hiciese no se daban por vencidos, pero iban a joderse, estaba fuera de su alcance.
Llegó hasta la parte trasera. La ventana de la cocina nunca había cerrado bien. Sara le había dicho una y otra vez que había que arreglarla, pero que pagase a alguien que supiera hacerlo. Otro más al que se pudiera tirar, la muy zorra. Se alegraba de haberla mandado a la mierda, ahora podría entrar por ahí.
La ventana no se abrió y la pierna le dolía cada vez más. Puta Sara de mierda, no perdía el tiempo. No importaba, no iba a impedir que entrase en su propia casa. Sacó la pistola, se apartó un poco y apuntó al cristal. El disparo hizo un agujero y la alarma comenzó a sonar como loca.
Al otro lado de la valla, cada vez había más zombis, sacando los brazos entre los huecos de la valla, como si pudieran alcanzarle desde allí. Otros zombis comenzaron a golpear la puerta del jardín con tanta fuerza, que pensó que podrían llegar a derribarla. Y todo por culpa de Sara, si no le hubiera estado provocando, si no fuera una zorra, habría estado en su casa cuando pasó todo.
Golpeó el cristal con la culata del arma. Una vez y otra, agrandado las grietas del cristal, hasta que empezó a ceder. Arrancó los pedazos de cristal con la izquierda, sin importarle los cortes. Cuando terminó de quitarlos, entró como pudo. La pierna le pesaba y empezaba a ser un engorro, pero ya no le dolía, había perdido la sensibilidad.
Abrió el grifo del fregadero para limpiar un poco los cortes y la herida. La alarma seguía sonando de forma irritante. Además, habían cambiado los muebles de la cocina, no le gustaba nada lo que habían hecho. Nada de nada. Avanzó arrastrando la pierna hacia el salón. No estaban allí. Luego fue hacia la entrada e intentó apagarla, le estaba dando dolor de cabeza. Terminó por pegarle un tiro para que dejase de hacer ruido.
Empezó a recorrer la casa buscando a Sara… o a su hija. Seguro que se habían encerrado en el baño. Sara solía hacer eso. Esta vez no le iba a servir. Empezó a llamarlas con palabras amables para que salieran. No lo hicieron, aunque sabía que eso era porque la zorra rastrera Sara había puesto a la niña en contra de él.
La puerta del baño estaba abierta. Y también la del resto de las habitaciones. Allí no había nadie y faltaban la mitad de las cosas. Maldijo, la muy zorra se había largado para no tener que hacerle frente. Sí, eso era, sabía que vendría y había huido.
Se sintió cansado y la cabeza le seguía doliendo. Se llevó la mano a la frente, estaba ardiendo. Cogió una foto de Sara con la niña y la estrello contra el suelo furioso. Siguió rompiendo cosas hasta que se sintió sin fuerzas. Luego se sentó en el sillón del salón y encendió la tele. Cuando Sara volviera la estaría esperando.